viernes

Estábamos los dos alrededor de la mesa. Yo acomodaba las piezas en su debido orden para que luego, al rearmarlas, el trabajo no se vuelva dificultoso. La pintura final relucía y si tocabas la superficie pasando un dedo a vuelo rasante, la suavidad y la velocidad con la que se te desliza la mano, convierte todo en un acto de pureza que el karateca y yo nos merecíamos. 
Las terminaciones del cañón te hacían sentir directamente adentro de la máxima tecnologia. La maxima tecnologia es una sensacion que cada uno va moldeando segun sus pretenciones. Para mí la maxima tecnologia es la presencia de un dispositivo reluciente y negro donde me dejo estar. Puedo contemplar un aparato tecnologico apagado mientras leo todas las funciones que están impresas en su caja de embalaje. Un tiroteo de aplicaciones, una al lado de la otra, cada una con su logotipo. Ahí pienso, qué largo es el camino de las posibilidades, todo lo que se puede hacer con un solo aparato tecnologico. Un solo punto que dispara miles de posibilidades que decodificarán una sola cosa, que la mayor parte de las veces se concreta en una imagen. 
El karateca tambien estaba maravillado por el espectáculo que veía sobre la mesa. Le dedicaba un tiempo razonable a cada pieza sin animarse a tocarlas. Las contaba, me hacía preguntas, sonreía con cara de estar haciendo una picardía; y a pesar de entender que lo que estaba mirando y que tenía tan cerca suyo, podría ser algo malo para el resto, igual seguía adelante, disfrutando de la imagen. 
Tambien habiamos comprado comida rica para pasar los tiempos muertos que formaban la semana entre navidad y año nuevo. No trabajabamos ni teniamos responsabilidades que atender. Habíamos puesto una tira gigantesca de entraña en el asador y yo había decidido hacerle un regalo  a modo de instrucción sobre la vida fina al karateca. Le compré un whisky caro para que sepa lo que se siente.   Estabamos muy contentos porque teniamos la mejor comida, la mejor bebida, fumabamos como locos y nos ibamos a entretener muchisimo, no solo porque lo mereciamos si no ademas porque afuera no había nada y nos sentiamos muy desprotegidos. 
El karateca me cuenta que su amor por las artes marciales se fue construyendo con el tiempo. No me lo dice con esas palabras, usa terminos mas directos, me dice: yo le he ido teniendo amor al karate de a poquito.
Y en el fondo puedo intuir cómo. Los padres del karateca ven que su pequeño hijo tiene un cuerpo alto y delgado. Sienten que con esa contextura no va a poder defenderse en la vida. Tienen miedo que en la primaria los demás lo boludeen, lo usen como a un elemento que se arroja de mano en mano, lo manoseen, lo empujen y luego, una vez en el piso, sigan toqueteandolo, pateándolo, metiendole mano por cualquier lado. Entonces se les ocurre la gran idea de salvación: el rugby. Van en busca del rugby, que no es solo un deporte, también es un modo de forjarse hacia el éxito. El éxito corporativo. Un falso grupo de poder. Y en el rugby le dicen que si usa anteojos no va a funcionar. Como no se van a dar por vencidos, intentarán con el futbol pero parece que al karateca no le gusta patear pelotas o tiene reacciones alergicas a los bichitos del pasto, algun obstaculo de ese estilo. Aunque la esperanza de colocar al pequeño futuro karateca en el cohete de maxima velocidad que se detiene justo en la bola del exito va decayendo, de repente a la abuela Jenny se le ocurre una idea alternativa: que el nietito vaya a aprender karate. Esa disciplina tan pintoresca.