martes

Me senté en la cabecera de la mesa porque era algo que nunca había podido hacer con mi antigua familia.
Esta gente, en cambio, no tenía problemas con el status marcado por la silla que se ocupe. Así que una sensación reconfortante me atraía al asiento, era un mensaje de libertad. Esa silla era muy cómoda  y las piernas y los pies descansaban de mí y del resto del cuerpo.
Tan a gusto en la cabecera, vi sobre la mesa botellas de cerveza y diferentes tipos de vinos listos para mi elección. Me acercaron un vaso de trago largo, de vidrio poderoso y entonces me pareció que tenía que tomar esa cerveza helada como en muy pocas casas se puede encontrar.
Empecé contando fragmentos desordenados sobre el trabajo que hacía cuando vivía en Buenos Aires. Los pedazos de las historias iban ensamblándose sin que yo pueda evitarlo.
Conté sobre los papeleríos. Una oficina de tres ambientes llena de papeles que describían algún motivo. Los motivos parecían variados pero finalmente todos terminaban igual.
Pregunté si se podía fumar y a nadie le importaba que el living se llene de humo. Me pareció una situación excepcional en comparación con las medidas de salubridad que toma la gente con sus casas hoy en día. Fumando cuento mejor las cosas. No sé qué en el tabaco me da energía y no me permite desanimarme mientras cuento la historia. En general me desanimo cuando voy por la mitad. Las mitades son terribles para mí, no sé manejarlas; las tiro para cualquier lado y después cuando quiero recogerlas, al menos una, ya está perdida.
Me preguntaban sobre los típicos temas llamativos. La cárcel, los presos y los delitos sexuales. Qué se yo sobre esas cosas, ni idea, yo solo era un empleado que llevaba papeles de un lado a otro tratando de hacerlo en el menor tiempo posible, para así, ganar mas tiempo en donde se pueda meter otra cantidad extra de papeles.
Pero había una imagen asociada a la cárcel que veía con mucha frecuencia. Mientras iba camino a llevar y traer papeles, siempre pasaba por una de las puertas laterales de los tribunales. En ese lateral había un portón de lata y hierro que se usaba para entrada y salida de los presos que eran llevados a declarar.
La vereda se llenaba de mujeres con hijos y bolsas de plástico esperando apoyadas sobre el portón.
La vereda era angosta y siempre estaba ensombrecida por los camiones de traslado de los internos y un par de autos patrulleros de refuerzo.
Los custodios de los camiones se miraban con las mujeres de los presos y sus hijos pero nadie hablaba, al menos nunca se hablaron mientras yo pasaba por el medio.
El suelo quedaba como terreno de circo. Húmedo de líquidos mezclados de vaya a saber qué procedencia. Algo así como leche, con jugos artificiales de colores y la pis de los hijos en la edad que ya no usan pañales; entonces las madres para no alejarse del portón, les enseñan a a hacer pis contra la pared de mármol.
Nadie les levantaba la voz ni nada de eso.
Colillas de cigarrillos mezcladas con el agua marrón estacionada en el cordón cuneta.
Miles y miles de papeles de golosinas, casi todos envoltorios de golosinas muy baratas pegajoseandose sobre tarjetas de abogados que pasan y se tiran un lance.
El momento en el que se abre el portón es un tiempo incierto y la expectativa se convierte en un rush de adrenalina fatal. ¿Quién saldrá? ¿Será tu marido? ¿Será el marido de tu vecina? Algunas van porque sus hijos están metidos adentro y llevan de la mano a sus nietos para que el padre los salude al pasar entre el portón y el camión.
Los que no tienen ni esposa ni madres siempre tienen alguna prima cariñosa que les hace el aguante o alguna noviecita que va a escondidas y se para un poco mas alejada del portón.
La cuestión es que cuando se escucha un crick que hace la tranca que está puesta por el lado de adentro del portón, el murmullo crece y el amontonamiento se pone caótico. Hijos chicos tienen que agarrar fuerte la mano de la mujer con la que vinieron.
A los detenidos no les tapan las caras para que puedan hacer contacto visual con sus familias pero sí van esposados con las muñecas hacia atrás y escoltados por dos guardias. Se gritan cosas. Se tiran mensajes. Corren alguno códigos transformados en números o nombres de gente que no existe.
Como hay mucho griterío, asumo que el preso al salir, en ese corto tramo entre el portón, la veredita y la entrada al camión debe estar en su máximo poder de concentración para escuchar el mensaje.
Porque después se cierran las compuertas del portón (que parece automático pero está manejado por dos oficiales de seguridad que manipulan el mecanismo de seguridad) desde unas sombras del interior de tribunales.
Y luego cierran las puertas del camión de traslados.
Algunos se trepan para mirar por unas ventanitas enrejadas y saludan a donde pueden.
Las mujeres y los hijos les responden. Y eso es todo. Hay que esperar hasta la próxima.
La vereda queda despejada e intransitable por la cantidad de basura acumulada.
¿Eso es todo? me preguntan en la mesa
Sí.
También puedo contarles la historia del gaucho que entró a tribunales con un sombrero medio brilloso y hablaba del indio Solari. Pero no sé si tendrán ganas.

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